Las siete “P” del verdadero misionero

Traduciendo el Libro “Cadenas de Libertad” del padre Luigi Macalli me ha gustado este pasaje donde, aprovechando un recuerdo de una anécdota de su joven compañero, reflexiona sobre las características de un buen pastor misionero. Aquí os dejo este texto lleno de mensaje.

Luigi escribe:
Mi vida en el desierto está marcada por las comidas. Para mi comida preparo arroz o pasta sin aceite. Por la noche pregunté si podía preparar una sopa de lentejas y cebolla. Un día, mientras como mi arroz simpe con una lata de sardinas, recuerdo una discusión que tuve en Bomoanga con mi vicario parroquial. Ese día, el cocinero Michel acababa de traer arroz simple y dos latas de sardinas a la mesa. Mi joven compañero, al que le gusta la comida apetitosa y la atención al detalle, se enfadó mucho al ver ese plato tan «pobre». No podía aceptar que el cocinero se hubiera pasado toda la mañana cocinando solo un puñado de arroz. Que se diga en defensa del cocinero que él también se había pasado la mañana limpiando la casa… Tras calmar el ímpetu, confió que en su diócesis de origen, todo buen párroco se preocupa por las tres «C»: catequistas, coro y cocinero, precisando que si un sacerdote encuentra un buen cocinero, se lo lleva incluso en el cambio de parroquia. Mientras como mi plato de arroz blanco, pienso: «¿Qué diría hoy mi hermano si estuviese aquí? Por suerte, la noche del secuestro, ¡no se movió de su habitación y no encendió la luz! ».

Sobre el impulso de ese recuerdo, continúo mi reflexión. Dada la premisa de las tres «C», ¿qué párroco soy ahora? No tengo catequistas que formar, ni coros que animar, ni cocinero digno de ese nombre. ¡Mi pastoral, de acuerdo con esos criterios, es totalmente infructuosa y puedo ser considerado un párroco de segunda clase!

El párroco de las tres «C» me recuerda lo que decía el fundador de la SMA en uno de sus escritos y que siempre me ha llamado mucho la atención: «Cuando degeneras en párroco o en obispo, ya no mereces ser llamado misionero”. ¿Qué quiso decir con tal afirmación? No es el título de párroco y obispo lo que cuenta, sino la perspectiva básica del ministerio. Yo lo entiendo así: el párroco que se limita a la sacristía y permanece encerrado en el círculo de los habituales fieles «leales» degenera en una pastoral de conservación. Un ministerio misionero, en cambio, anima al párroco a ir siempre más allá y hacia los más pequeños.

¿Cuáles pueden ser entonces las características del párroco-misionero? Absorto en mis pensamientos, busco y encuentro algunas palabras que, por casualidad, todas comienzan con la letra «P». Para mi nuevo paradigma, la primera es «plegaria«; en el gran silencio del desierto no tengo nada que hacer más que rezar por todos. El segundo que viene inmediatamente de forma espontánea es «Palabra de Dios«. Los misioneros hemos sido llamados y enviados para anunciarla. Además, cuando los Apóstoles eligen a los siete primeros diáconos, justifican la elección necesaria porque: «Nos dedicaremos a la plegaria y al servicio de la Palabra» (Act 6, 2-4).

Además, lo que convierte a un párroco en un misionero de frontera son los «Pobres» y las «Periferias«. No se trata solo de geografía, sino sobre todo de periferias existenciales que están en todas partes, incluso en Europa, y más aún en este desierto, la periferia extrema de la vida humana. La misión no es solo ir ad gentes, sino ser consciente del vecino de al lado: «Siempre tendrás a los pobres contigo» (Jn 12, 8). Por tanto, no se trata sólo del cuidado de los fieles que vienen a la Iglesia, sino de un ir hacia las personas y las situaciones humanas carentes de cosas materiales y de amor. Entrar en el árido desierto de la existencia donde la vida es desafiada por duras pruebas cotidianas.

Es la pastoral de proximidad lo que nos convierte en misioneros: haciéndonos prójimos de cada persona, cargándola sobre nuestros hombros y gastando tiempo y dinero como enseña el Evangelio del Buen Samaritano. Finalmente, un pastor-misionero es un hombre de «Paz» y «Perdón«: reconcilia familias y comunidades, no usa palabras de para reprochar a la «oveja perdida», sino que celebra al hijo perdido que encuentra el camino de casa.

Aquí están las siete «P» que apunto al final de mis 40 días en el Sahara: Plegaria, la Palabra de Dios, los Pobres, las Periferias, ser Prójimo, Paz y Perdón. Un paralelo con el tiempo de Jesús en el desierto que también esperaba que terminara como yo espero mí regreso a mi Nazaret-Bomoanga.

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